Esta brillante mañana he vuelto a cruzar el puente sobre el Estrecho de Corinto, las límpidas aguas del canal son la entrada perfecta para acceder a “la joya de Grecia”, la histórica Península del Peloponeso, cuya forma - con sus cuatro dedos señalando hacia el sur : las Cíclades, Creta, Egipto y Libia - sugiere la mano de Poséidon tendida sobre el mar. Pero ahora me encuentro en el norte, a la altura de su muñeca, recorriendo la paradisiaca Costa Este hacia el pueblo de Egíra.
Los griegos antiguos llamaron Anatolia a la costa oeste de la actual Turquía, la cual habían colonizado fundando numerosas ciudades. Allí, en el Monte Sísipo, reinaba Tántalo. Queriendo agasajar a los dioses decidió descuartizar a su hijo Pélope y cocinarlo en estofado, pero los olímpicos habían impuesto el veto a los sacrificios humanos y al darse cuenta se negaron a aceptar la ofrenda, evitando “comer el cuerpo y la mente del muchacho”. A excepción de Deméter, quien trastornada por la desaparición de su hija Perséfone se comió inadvertidamente el hombro izquierdo. Los dioses decidieron devolverlo a la vida, Héfesto el herrero le fabricó un hombro de marfil, Poséidon se enamoró de él y lo llevó al Monte Olimpo donde lo convirtió en su amante, pero de nuevo por culpa de su padre Tántalo poco tiempo después Zeus lo expulsó. El príncipe Pélope aterrizó en la verde península sureña de la Hélade, a la que dio su nombre, en la que fundó espléndidas ciudades y casó con Hipodamía dejando célebre descendencia sobre estas tierras, los héroes Agamenón, Menelao, Egisto y Orestes.
Mi amiga Frosso y yo intercambiamos clases de español-griego, ella y su esposo Dinos son actores, desde que los vi por primera vez decidí ser su amiga y aquí estoy, camino a su casa de la playa, una señora casona de principios del siglo pasado en medio de un huerto de olivos. Los griegos son excepcionales al mostrarnos su hospitalidad, esta noche hay fiesta en el jardín, vienen varios amigos, el legendario director de teatro Níkos Armaos y su esposa Akrivís, son mis vecinos de habitación. Antes de dormir salgo a mi terraza a mirar el festival de estrellas, veo a lo lejos un trozo de mar y detrás, dominando la ensenada, el oscuro perfil del Monte Parnasos.
Jardines de buganvilias y girasoles gigantes a la sombra de los cuales suelen sentarse los vecinos saludando amablemente a los viandantes. Por estas callecitas se baja hasta la zona más turística del balneario, repleta de terrazas sobre el malecón. La ribera nos ofrece grandes peñascos para tomar el sol, el agua es transparente, bandadas de golondrinas pasan rozando la superficie mientras yo contemplo ensimismada mi sombra danzando reflejada en el lecho de redondas piedras. Tengo frente a mí una cadena de montañas de la Grecia continental a la que llaman la región de Fócida, iluminada por la luz matinal me exige escribirle una “loa al azul profundo”.
Frosso y Dinos prefieren el crepúsculo a la hora del baño, para llegar a otra playa más alejada vamos atravesando huertos de nísperos y limones, la perrita Mudyura ladra a sus congeneres encadenados pero nosotros tres caminamos en silencio a lo largo del lecho del río, concentrados en aspirar el perfume de las higueras. En el río seco hay charcas desde las que proviene un extraño sonido, ¡ah! escucho croar, ¡fantasmagórico atardecer en medio de un concierto de ladridos, ranas y cigarras! La antigua Akaya es tierra legendaria, nunca terminaría de contarles su larga historia, frente a su orilla se alza la cordillera de la Fócida dominada por el Monte Parnasos, morada de los dioses. Nos hallamos apenas separados de esta región costera continental por el Isthmo al Este y por el Estrecho de Patra al Oeste, ambas riberas forman un gigantesco Golfo llamado “Koranthikós Kolpos”. Un mar sereno, de aguas turquesas, aquí nos detenemos los cuatro para bañarnos en una playa solitaria mientras el sol se oculta tras los montes.
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