Hoy es lunes, un día pesado para algunos, reconformtante para otros. Igual, no nos olvidamos de ti. Tenemos el especial desde Chiapas, México, gracias a nuestra colaboradora que se está dando las mejores vacaciones de su vida. Disfruten la nota y compartan la experiencia.
Escrito por Katherine Bless
En el verano del 2003 el colegio donde estudiaba nos llevó a esos típicos paseos para todos los alumnos del plantel a mitad del año con la intención de que se despejen antes de los exámenes bimestrales. Mi hermana no iría, así que mi madre decidió acompañarme. Desde esos tiempos, sabía que mamá era una maniaca sobreprotectora y no me daría libertad para jugar tranquila, sin que ella esté ahí recriminándome y dejándome sin libertad de hacer y deshacer todo, en especial ese día. Entonces, me enrumbo a aquel recuerdo. No me metí a la piscina porque decía que me podría resfriar o me haría daño; no jugué en el columpio porque mamá tenía miedo de empujarme fuerte y hacerme caer; en la resbaladiza me saqué la mierda: me hice una herida grande al terminar el recorrido pues mamá no paraba de llamarme para sacarme una foto y, al distraerme, no me fijé cómo caer.
No fue el paseo que esperaba hasta el momento y ya estaba cerca la hora de retirarnos del lugar. Como acción imprevista y sin deseo, divisé unas motos y algunos caballos a lo lejos. La idea de montarme sobre alguno me fascinaba, pero después de todo lo ocurrido, no sabía cómo preguntar: “¿Mamá, puedo subirme a uno de ellos? En verdad que quiero, por favor”. Cuando la miré de reojo, no supuse nada. Creía que todo pedido sería en vano y que en cualquier instante diría para irnos del lugar. “Ese caballo de color caramelo está muy bonito. Deberías intentar montarlo.” No supe cómo reaccionar ante su propuesta. La abracé y de la mano me llevó hacia aquel lugar. El tipo que atendía dijo que el paseo costaba cinco soles y que constaba de dos vueltas a una zona de 5 metros a la redonda. Para mí estuvo todo bien, desde el principio, aunque notara que mamá se ponía nerviosa mientras pasaba el tiempo. Sacó el dinero de su monedero mientras miraba fijamente a los ojos del hombre como diciéndole: le pasa algo y te mato. Creo que el tipo la ignoró y estaba más al pendiente de que otros niños se acercasen. Parecía que no hubiese tenido un buen día.
Cuando ya estaba todo listo y solo faltaba montarme sobre el potrillo, entré en pánico. La sensación de no conocer al animal ni ser capaz de predecir sus reacciones me quitaron las fuerzas para subirme al animal. Mamá notó todo ello y exclamó “o te subes o nunca más te traigo a un lugar parecido. No voy a pagar por las puras tus caprichos”. Quería llorar. Mi madre me daba más miedo que montar al potrillo. Cuando el sujeto me ayudó a subir al animal, me di cuenta de que le tenía miedo a las alturas y tuve la sensación estúpida de caerme en cualquier momento. Mamá estaba al lado y observaba sin decir nada. Se me hacía difícil pasar la saliva mientras el potrillo avanzaba y el tipo lo sujetaba. El hombre dijo que no me sintiera mal y que no tuviera miedo porque el caballo podía percibirlo y se pondría nervioso. Sujeté con fuerza la brida, cerré y abrí varias veces los ojos, y ya estábamos por terminar la primera vuelta. Sentía el viento agitando mis cabellos. Los malestares habían pasado y entonces empecé a acariciar el color caramelo del pelaje del animal y me sentí llena de confianza. Al acabar el recorrido, bajé contenta del potrillo y acaricié su frente. Mamá estaba tranquila, y preguntó si me había gustado el paseo. Afirmé con la cabeza y recuerdo que la abracé y sonreí tanto que puedo sentir al escribir estas líneas como me dolía la cara después. Había entendido, entonces, que mamá nunca había estado molesta sino que, por el contrario, quería que me quite un miedo que podría afectarme después.
Después de casi trece años, viajé a México y ahora estoy en el Gobierno de Chiapas. Hace unos días fui a un tour a caballo hacia la localidad de San Juan Chamula. Antes de hacerme la idea de montar un caballo de nuevo, recordé aquella experiencia que tuve de pequeña y presentí que esta vez sería distinto. El tour a caballo es clásico en la localidad y no se debería dejar pasar por nada del mundo. San Juan Chamula es un pequeño pueblo situado a 10 kilómetros de San Cristóbal, donde me encuentro, y se ubica entre las montañas, a más de 2.200 metros. Los viajes salen por la mañana acompañados por uno o dos guías. Esta vez, el paseo sería al mediodía y éramos alrededor de dieciséis personas, por lo que tenía que aguantarme las ganas de declinar, además de sentir nerviosismo. Al momento de subirme al caballo que se me había asignado, color blanco y ‘manso’, sentí otra vez esa estúpida sensación de caerme. No sentía equilibrio sobre el animal y quería bajarme, pero en cuanto empezaron los demás a avanzar opté por seguir las instrucciones del guía. Ahora tenía que controlarme y sentir confianza. Mientras avanzaba el potrillo, mi seguridad crecía. Ya estaba grande para dejar pasar este tipo de oportunidades, entonces lo acaricié y por momentos hablaba con él. El paso a través de los bosques y el campo fue excelente. Nunca había sentido esa sensación entre miedo y disfrute al mismo tiempo. La excitación por ver y sentir que todo estaba bajo control, en mis manos, era algo único e inolvidable desde ese instante. Hubo un momento en que me adelanté demasiado. Uno de los guías fue a detenerme, aunque yo sentía que todo estaba bien. Los términos de seguridad que te brinda el tour quedan a un lado cuando ya estás sobre el potrillo y dominas la situación. Solo queda disfrutar y obtener confianza y seguridad en lo que haces. Las rutas son estables y tranquilas, disfrutas de los alrededores y puedes sacar fotos de todo. Después del recorrido, llegas al pueblo de San Juan Chamula. Los caballos descansan alrededor de una hora y se puede aprovechar para hacer compras o pasear por los alrededores. En el pueblo hay mucho movimiento turístico y muchas de las costumbres se practican en las calles, la gente habla su idioma autóctono y muy poco el español. Al término del descanso, y después de ver muchas cosas que quise comprar, tenía que regresar por mi caballo. No pude no reconocerlo. Estaba lejos de los otros, en la zona más alta del lugar. Ahora quedaba el camino de regreso. La verdad es que no lo quería. Había disfrutado la ida y el regreso, que fue mucho más excitante, terminaría con el paseo. Al final del tramo, controlé mucho mejor la situación y sentí una conexión distinta, no solo con el caballo, sino conmigo misma. No la puedo explicar, solo puedo decir que fue una de las mejores opciones que escogí al llegar a este pueblo, y que aún falta más por descubrir.

Fotografía: Katherine Bless /

Fotografía: Katherine Bless /
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