Cuando entré a secundaria, algunas chicas de una promoción mayor a la mía se la enseñaron conmigo durante un tiempo. Todavía no sé bien por qué. Fui una adolescente algo extraña, supongo. Con el ímpetu de los catorce años, quería romper con todas las convenciones que pudiera y me daba el gusto de mis pequeñas rebeldías, ingenuas e inocentes cuando las veo en retrospectiva. Pero estas, con todo lo que me gustaban, no representaban ningún tipo de amenaza a las chicas que, en medio de comprar vestidos para los quinces a los que a mí no me invitaban o quitarse de encima a los chicos más guapos del colegio, parecían siempre encontrar el tiempo para decirme algo. Yo no era una amenaza, aunque tampoco lo era la hija de provincianos que estudiaba en el colegio gracias a una beca o el chico al que los demás humillaban por amanerado.
Lo mío fue pasajero, pero recuerdo haber mirado con tristeza y curiosidad a quienes eran torturados día tras día por algo que constituía una parte inequívoca e ineludible de su identidad: el color de su piel, el origen de sus padres o su orientación sexual. ¿Cómo se levantaban todos los días y cruzaban el umbral de ese infierno en vida que puede ser el colegio?, ¿cómo seguían parándose frente a la clase cuando el profesor los llamaba?, ¿cómo lograban no dejarse apagar, hundirse en la mierda que los demás les arrojaban?
Con el tiempo, fuimos creciendo. Las chicas que me hicieron la vida imposible son ahora simpáticas cuando las veo en la calle, algunas incluso me han escrito con comentarios positivos sobre mis artículos; varios de los chicos que insultaron hasta el hartazgo a algún compañero de clases por “maricón” hoy tienen amigos cercanos homosexuales; y muchos de los que “choleaban” a otros aprendieron a la fuerza que un colegio pituco en Lima es una burbuja que por suerte no contiene a toda la gente con la que trabajarán, reirán, saldrán de fiesta o se enamorarán.
Como mis pequeñas rebeldías adolescentes, ni la salida del closet de Bruce ni el proyecto de Unión Civil, que otorgaría derechos elementales a las parejas homosexuales, representan una amenaza para nadie. Y, sin embargo, la valentía de Bruce ha sido respondida con el odio más cobarde que uno pueda imaginar. Porque, hay que decirlo, ser una figura pública abiertamente homosexual en un país tan homofóbico como el Perú es de lo más valiente que se me puede ocurrir. Si quisiéramos usar esa horrible equivalencia según la cual la valentía esa una cualidad esencialmente masculina, podríamos decir que Bruce ha demostrado ser bien hombre. Y si quisiéramos usar esa todavía más odiosa expresión que equipara cobarde a maricón, podríamos también decir que la respuesta de los envalentados comentaristas de redes sociales o de los religiosos escudados por una congregación que no reconoce la diferencia entre culto personal y Estado ha sido una mariconada. Pero en fin, mejor llamarlos como lo que son: una sarta de bravucones cobardes.
El problema es que esa bravuconería tiene consecuencias. En Estados Unidos, una estudiante universitaria acaba de suicidarse después del acoso virtual al que fue sometida cuando salió a la luz que había participado en un video pornográfico a los dieciocho años. El índice de suicidios entre adolescentes homosexuales es cinco veces más alto que entre heterosexuales. En nuestro país, millones de personas crecen avergonzadas de su acento y color de piel, con un autoestima fragmentada que afectará cada decisión que tomen y la manera en que se vinculen con otros a lo largo de su vida.
Cuando le decimos a las chicas que ningún chico las querrá para nada que no sea sexo si otro les ha puesto las manos encima, cuando un programa de televisión busca hacer del racismo motivo de risa o cuando un líder religioso se refiere a otros como pervertidos y mercancía dañada, hay consecuencias. Y cuando alguien decide quitarse la vida porque a su alrededor otros le dicen impunemente que su vida no vale nada, hay culpables.
Hace algunos días, mientras volvía a casa por la avenida La Marina, vi el cartel de una iglesia evangélica que se refiere a los homosexuales como una abominación. Ochenta metros cuadrados de puro odio disfrazado de libertad religiosa. Esas palabras, ¿qué efecto tiene sobre el chico que es insultado, golpeado y humillado todos los días por su orientación sexual?, ¿qué le dicen a la familia que no sabe cómo reaccionar ante la homosexualidad de su hijo?, ¿cómo envalentonan y validan al matón de colegio? Un rato antes, escuchaba cómo un conductor de radio daba tribuna abierta a las opiniones más virulentas y violentas de sus oyentes.
No existe en toda nuestra constitución nada que nos proteja de la instigación al odio en la publicidad o los medios. Si algo deberíamos sacar de las reacciones a la salida del closet de Bruce es la convicción de que ya es hora de enfrentar cómo país la discusión de cómo sancionar y acabar con los discursos de odio. Seguir postergándola es un crimen.
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