Cuentos de viajeros II : Egíra
Este antiguo pueblo formó parte de la “Liga Aquea” durante la guerra de Troya, y es nombrado por Homero en la Ilíada. Su nombre proviene de la palabra “cabra” en griego antiguo, pues según Pausanias cuando la villa se vio sitiada por un ejército enemigo, al comprender su incapacidad para enfrentarlo reunió sus rebaños caprinos y atándole antorchas en los cuernos llegada la noche los soltó. De manera que el adversario creyendo en la superioridad de combatientes del otro bando huyó despavorido.
Tengo la costumbre de reproducir míticas escenas como ésta en mi imaginación mientras pasan los aviones sobre mi cabeza. Durante todo el camino desde Atenas había estado cavilando sobre semejante cambio de escenario, sobre cómo la modernidad en menos de un siglo se ha ido poco a poco apoderando de estas tierras milenarias. Un siglo no es nada para una civilización tan antigua, me pregunto hasta qué punto sus habitantes guardan memoria de la Edad de oro. Observaba la línea costera densamente poblada, a los lujosos cruceros transitando por el Golfo, sin embargo y por fortuna casi no hay edificios, tras las casas blancas de tejados rojos aún se alzan paralelos a la orilla verdes montes adornados de pinos mediterráneos y de cipreses.
Colosal es la montaña que domina la parte posterior de Egíra, en esta hora tardía una tonalidad incandescente colorea su ancha ladera de roca desnuda. Subimos en coche acompañados por el tronar de las cigarras y aparcamos en un recodo, un cartelito señala “Antiguo Teatro de Egíra”, seguimos a pie por una trocha hasta que mi corazón descubre emocionado las ruinas gloriosas del escenario donde se representaron cientos de tragedias y comedias de los clásicos. La gradería de piedra en semicírculo nos ofrece como telón de fondo el Golfo bajo el ocaso. Frosso y yo nos sentamos en tácito silencio. ¡Espontáneamente ha saltado a escena Dinos! Ya no es él mismo, se ha transformado, ahora es el soldado víctima de solitud en su monólogo de la obertura de la Orestiada. Cada palabra de Esquilo resuena en mis oídos como canto de sirena, los celajes y la potente voz del actor recitando en griego con el Monte Parnasos al fondo me han transportado a otro mundo, lo escucho cantar con entonación letánica la canción del coro ¡me he dejado hipnotizar!
Frosso y yo aplaudimos de pie y gracias a la increíble acústica del lugar nuestros aplausos resuenan como si se tratase de una muchedumbre. He aquí ahora a Frosso que me sorprende saltando sobre el escenario, ¡es la canción de “los pájaros” de Aristófanes, con que gracia gesticula! Está prohibido entrar en este sitio arqueológico pero no había guardián, nos hemos colado por un hueco de la alambrada, estamos solos los tres, con Mudyura que deambula olisqueando a sus anchas. La tarde va declinando, la figura de la actriz empieza a difuminarse mientras se desplaza danzando sobre mares y montes imitando la voz de los pájaros. Dinos y yo la aplaudimos exclamando entusiasmados “!BRAVO!”
En lo alto de la montaña hay un pueblecito con una pequeña iglesia del siglo XIV en la que se casaron mis amigos, es probable que alguno de los santuarios dedicado a Artemisa o a Apolo estuviera en este mismo lugar donde se levanta la iglesia ortodoxa. La antigua Egíra estuvo situada en las faldas de esta gran roca, más cerca del antiguo teatro que del mar, fue una villa importante con sus templos y su puerto, de la cual sólo queda el Teatro. Junto a la iglesia, en la misma taberna con vista al Golfo donde mis amigos actores celebraron su matrimonio ordenamos la cena con vino blanco de la región. Bajo las estrellas les doy gracias a ellos y a los dioses por este olímpico regalo, por haberme permitido visitar ¡un cachito del divino Peloponeso!