En un repecho del monte vivía desde tiempos inmemoriales un colosal ofidio a quien llamaban Pitón, en torno a él se congregaron algunas jóvenes vírgenes deseosas de rendirle culto, en recompensa la serpiente otorgó el don de la profecía a este colegio de sacerdotisas. Pero entre ellas había una vieja a la que apodaban “la Pitonisa” y era quien presidía el Oráculo de Delfos que el hijo de Poseidón había fundado, ejerciendo una determinante influencia en las decisiones de los reyes y ciudadanos que hasta aquí llegaban en busca de orientación para dilucidar el futuro. Eran tiempos en los que el patriarcado disputaba la hegemonía de Grecia al poderoso matriarcado liderado desde épocas primordiales por la diosa Gea, la Tierra. En Atenas y otras ciudades había nacido la nueva religión apolínea que cedía el dominio a los sacerdotes varones, fueron ellos quienes declararon que el mismísimo dios había bajado del firmamento para darle muerte a la Pitón, y en un solo día levantó este magnífico templo junto a su tumba.
Las sacerdotisas solían drogarse quemando hojas de laurel y demás hierbas en un gran caldero, al aspirar el humo entraban en estado de trance hipnótico, la Pytonisa se sentaba en un modesto trono, con el rostro cubierto por un velo negro o por una máscara, o de pie desde lo alto de una roca, que ahora mismo tengo frente a mis ojos, pronunciaba solemne su profecía. Estas ruinas también conservan la piedra detrás de la cual se parapetaba para enunciar su vaticinio, desde mi posición puedo escuchar su voz emergiendo desde el pequeño agujero horadado en el centro del bloque rectangular, a pesar de que me tiemblan las piernas mejor aproximo mi oído para atender el mensaje que a través de su sacerdotisa me dirige la serpiente Pytón. Este privilegio le arrebataron al matriarcado los sacerdotes de Apolo, convirtiéndose en los guardianes del templo que el dios había erigido para ellos en torno a la piedra oracular. Y de todos los tesoros que traían desde sus ciudades las numerosas delegaciones que hasta aquí llegaban conducidas por su fe ciega en el poder profético. Los sacerdotes comprendieron que la vidente y su colegio de vírgenes eran demasiado sagrados para Grecia como para apartarlas del culto, de modo que las integraron (o mejor dicho se integraron a ellas), el espíritu del difunto ofidio seguía dictaminando, la Sibila transmitía el mensaje, pero el sacerdote era quien interpretaba sus palabras, ahora el rey decidía su estrategia de acuerdo a las exhortaciones de Apolo.
El complejo del santuario se extiende a lo ancho de una serie de terrazas a los pies del Parnaso, custodiado por dos enormes rocas a sus espaldas, de modo que sólo se puede acceder a él desde el camino por el que desfilaron a lo largo de los siglos innumerables séquitos provenientes de los distintos estados. Cada uno de ellos edificó un santuario en torno al Templo de Apolo, allí guardaban los tesoros traídos desde su país para honrar al dios, verdaderos caudales de objetos artísticos incomparables. Cada cual pretendía superar en la ofrenda a su vecino para ganar el favor de Apolo y obtener un presagio benigno, así las riquezas acumuladas en estos sagrarios eran fabulosas. En consecuencia fueron saqueadas por el enemigo en múltiples ocasiones, el gran templo y los oratorios de los devotos reinos depredados y quemados, y a pesar del estado ruinoso en el que lo abandonaron hoy en día todavía podemos presentir la magnificencia que alcanzó en el pasado.
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